30 mayo 2021

Domingo de Trinidad - 30 de mayo de 2021

1. Con frecuencia expresamos el misterio de la Santísima Trinidad en palabras abstractas. Los apóstoles entendieron que Jesús era el Salvador, enviado por el Padre. Y en Pentecostés experimentaron la acción del Espíritu Santo. Comprendieron que Dios es: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Luego este misterio tiene que ver con la vida creyente y con las consecuencias radicales para la vida. Nada tiene de abstracción

Si tuviésemos que resumir el mensaje del Antiguo Testamento en una sola afirmación, podríamos decir que consiste en el permanente empeño de Dios en manifestar su cercanía al pueblo. Desde el inicio de la Escritura se nos presenta a Dios en diálogo con el hombre  y con su pueblo. Somos parte de esta herencia y llamada a ser en relación. La iniciativa de Dios Padre es el origen que nos capacita para ser originales, la fuente que sacia nuestra sed y cambia la soledad.

San Ireneo, como maestro de la fe, habló de las dos manos de Dios: el Padre actúa por medio de sus dos manos, el Hijo y el Espíritu Santo. Las dos manos actúan conjuntamente. 

Nosotros, como comunidad creyente, que celebra hoy la Trinidad Santa, nos pregunta- mos: ¿Cómo es Dios? Para la comprensión trinitaria de Dios no necesitamos ir a teologías muy elevadas. Tan sólo es necesario echar una mirada al Vaticano II y otra a nuestra asamblea litúrgica: 

·      “...la Iglesia toda aparece como pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Y, reunidos en torno a la Mesa del Señor y a la luz del Evangelio, afirmamos que, a la cabeza de la Mesa, está el Padre. A la derecha, el Primogénito nos pasa su abrazo de amor, que nos reúne en la unidad del Espíritu Santo. 

·      Y de los labios de los hermanos reunidos brota una aclamación: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”. Ese grito de la comunidad es una aclamación al amor derramado sobre toda la tierra y sobre todos los pueblos, en el que nosotros ya nos hemos dejado envolver y abrazar. 

2. Según san Mateo 28,16-20. En la primera hora de la resurrección, el Resucitado les dice: «Id a Galilea». Y, al encontrarse con el Señor, sienten que su palabra los envía: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»

A pesar de las dudas de fe, que llevan en su corazón, el Señor les confía: «Haced discípulos». Es un encargo absoluto y fundamental. Y «bautizad en el nombre del Padre...». El encargo del Señor lleva a un Dios que Jesús nos revela como Padre; nos lleva a Jesús, Dios, que el Padre le revela como Hijo, y al Espíritu Santo (28,16-20). Y esos nuevos discípulos entran en el ámbito del misterio de comunión de amor del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, que es y será el cimiento de la Iglesia. 

Y termina el Evangelio de Mateo con una declaración del Resucitado: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». Esta manera de hablar recuerda que ya no hay excusas para hacer la voluntad de Dios, que el camino de acoger y regalar el Proyecto de Amor del Padre reclama una absoluta confianza y una absoluta obediencia. 

3. La contemplación del misterio de la Trinidad en abstracto. A Dios no lo vamos a encontrar “más allá”. La novedad de este misterio es que Dios está junto a la vida de los hombres y mujeres, “aqui”. 

Y ese Dios es presencia y pura gracia, amor en total gratuidadViene a revelarse y expresarse de forma divina y eficaz a nosotros como Dador de Vida (el Padre), como Salvador (el Hijo) y como Amor que ensancha el corazón (el Espíritu Santo).

Ese amor es “gracia sobre gracia”, aquello que jamás se compra o se vende; es vida que se ofrece sin cálculos; es amor siempre abierto e inmerecido. El Dios, Trinidad Santa, no es el juez con un listado de sentencias. No pide cuentas, sino que se nos da como semilla y levadura para que sepamos vivir desde su amor. Siempre suscita vida y con su misericordia – su perdón- vuelve a suscitarla. Dios es amor que despierta y estimula un camino de Amor. 

La Trinidad Santa, que pone en “crisis” nuestra vida. Ya no podemos contemplar nuestra vida ni la vida eclesial ni el mundo como antes: 

– Todo hombre y mujer y toda vida queda dignificada porque participa del amor de Dios, que se presenta como Padre que adora y quiere en primer lugar a los “pequeños” 

– Dios Trinitario abre un caudal de vida que se constituye en un perenne dejar espacio al otro; en respetar al diferente abrazado en sus diferencias. 

– Para los discípulos del Señor nada puede convertirse en ídolo, sea en el ámbito político, económico o eclesiástico. 

– La comprensión trinitaria de Dios ayuda a la Iglesia a superar el clericalismo y el autoritarismo, porque la fe, comunión de distintos, lleva a una unidad viva y abierta. 

– La Iglesia del Señor, a la luz de la Trinidad, está llamada a abrir espacios a la participación igualitaria de todos, sin distinción por razones de sexo o de la función específica que uno ocupe en la vida eclesial. Y salir, con diversas manos y de diferentes maneras, a sembrar la tierra de su amor y así adelantar su Reino. 

4. La Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación finalTres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente. 

Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo —nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias— como el micro-universo —las células, los átomos, las partículas elementales—. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el «nombre» de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad. 

La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario. 

23 mayo 2021

Pentecostés - 23 de mayo de 2021

Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana —el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume "formas" específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia. 

Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del "don de Dios" obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz. 

Dios quiere seguir dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu "sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un "camino normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. "Recibid el Espíritu Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo. 

1. ¿Cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo?. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos "estaban todos reunidos en un mismo lugar". Este "lugar" es el Cenáculo, la "sala grande en el piso superior" (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la "sede" de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstolesmás que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: "Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu"(Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.

Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos "ajetreada" en actividades y más dedicada a la oración. 

2.- Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como "viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire —y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una prioridad—, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.

La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías del cosmos —el "fuego"—, parece que el ser humano hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios, consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de la casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el "fuego" y sus enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra la historia.

La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que "renueva la faz de la tierra" purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este "fuego" puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo. 

3. Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte. 

El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador. 

Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: "Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra".

13 mayo 2021

Día de la Ascensión - 13 de mayo de 2021

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que «fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. 

1. ¿Qué significa proclamar que Jesús «subió al cielo»? El uso del verbo «elevar» tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.

El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que «lo ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de «sentarse a la derecha de Dios».

En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El «cielo», la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cieloY nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.

2. Las palabras del ángel --«Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?. Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén «con gran gozo» (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.

Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon «con gran gozo». Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los «dos hombres vestidos de blanco», no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

El carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor «desaparecido», sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús «ausente», sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su «presencia gloriosa» de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras «prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva» (Lumen gentium,8).

3. Hay quien se pregunta: ¿pero qué haremos «en el cielo» con Cristo toda la eternidad? ¿No nos aburriremos?Respondo: ¿aburre tal vez estar bien y con óptima salud? Preguntad a los enamorados si se aburren de estar juntos. Cuando sucede que se vive un momento de intensísima y pura alegría, ¿no nace a lo mejor en nosotros el deseo de que dure para siempre, de que no acabe jamás? Aquí abajo tales estados no duran para siempre, porque no existe objeto que pueda satisfacer indefinidamente. Con Dios es diferente. Nuestra mente hallará en Él la Verdad y la Belleza que nunca acabará de contemplar, y nuestro corazón el Bien del que jamás se cansará de gozar.

La solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien «dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (…) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar «a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios» (Ef 4, 13), teniendo todos la vocación común a formar «un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados» (Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a «construir, fundar y reedificar» constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: «Christo nihil omnino praeponere» (LXII, 11).

12 mayo 2021

Unción de los enfermos

Domingo de la Ascensión, 16 de Mayo
11:00 h.

La Unción de los enfermos, sacramento de salvación y de curación 

Naturaleza de este sacramento
La Unción de los enfermos es un sacramento instituido por Jesucristo, insinuado como tal en el Evangelio de san Marcos (cfr. Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por el Apóstol Santiago: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5,14-15). La Tradición viva de la Iglesia, reflejada en los textos del Magisterio eclesiástico, ha reconocido en este rito, especialmente destinado a reconfortar a los enfermos y a purificarlos del pecado y de sus secuelas, uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley.

Sentido cristiano del dolor, de la muerte y de la preparación al bien morir
En el Ritual de la Unción de los enfermos el sentido de la enfermedad del hombre, de sus sufrimientos y de la muerte, se explica a la luz del designio salvador de Dios, y más concretamente a la luz del valor salvífico del dolor asumido por Cristo, el Verbo encarnado, en el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección . El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece un planteamiento similar: «Por su Pasión y su Muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su Pasión redentora» (Catecismo, 1505). «Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando a su vez su Cruz (cfr. Mt10,38). Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos» (Catecismo, 1506).

La Sagrada Escritura indica una estrecha relación entre la enfermedad y la muerte, y el pecado. Pero sería un error considerar la enfermedad misma como un castigo por los propios pecados (cfr. Jn 9,3). El sentido del dolor inocente sólo se alcanza a la luz de la fe, creyendo firmemente en la Bondad y Sabiduría de Dios, en su Providencia amorosa y contemplando el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, gracias al cual fue posible la Redención del mundo.

Al mismo tiempo que el Señor nos enseñó el sentido positivo del dolor para realizar la Redención, quiso curar a multitud de enfermos, manifestando su poder sobre el dolor y la enfermedad y, sobre todo, su potestad para perdonar los pecados (cfr. Mt 9,2-7). Después de la Resurrección envía a los Apóstoles: «En mi nombre… impondrán las manos sobre los enfermos y se curarán» (Mc 16,17-18) (cfr. Catecismo, 1507).

2. La estructura del signo sacramental y la celebración del sacramento
Según el Ritual de la Unción de los enfermos, la materia apta del sacramento es el aceite de oliva, bendecido por el Arzobispo en la Misa Crismal, el Martes Santo.

La Unción se confiere ungiendo al enfermo en la frente y en las manos. La formula sacramental por la que en el rito latino se confiere la Unción de los enfermos es la siguiente: 

Por esta santa Unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. 
Amén.
Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén» .

Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, «es muy conveniente que [la Unción de los enfermos] se celebre dentro de la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor. Si las circunstancias lo permiten, la celebración del sacramento puede ir precedida del sacramento de la Penitencia y seguida del sacramento de la Eucaristía. 

3. Ministro de la Unción de enfermos
Ministro de este sacramento es únicamente el sacerdote (obispo o presbítero). Es deber de los pastores instruir a los fieles sobre los beneficios de este sacramento. Los fieles (en particular, los familiares y amigos) deben alentar a los enfermos a llamar al sacerdote para recibir la Unción de los enfermos (cfr. Catecismo, 1516).

Conviene que los fieles tengan presente que en nuestro tiempo se tiende a “aislar” la enfermedad y la muerte. En las clínicas y hospitales modernos los enfermos graves frecuentemente mueren en la soledad, aunque se encuentren rodeados por otras personas en una “unidad de cuidados intensivos”. Todos —en particular los cristianos que trabajan en ambientes hospitalarios— deben hacer un esfuerzo para que no falten a los enfermos internados los medios que dan consuelo y alivian el cuerpo y el alma que sufre, y entre estos medios —además del sacramento de la Penitencia y del Viático— se encuentra el sacramento de la Unción de los enfermos.

4. Sujeto de la Unción de los enfermos
Sujeto de la Unción de los enfermos es toda persona bautizada, que haya alcanzado el uso de razón y se encuentre en peligro de muerte por una grave enfermedad, o por vejez acompañada de una avanzada debilidad senil. A los difuntos no se les puede administrar la Unción de enfermos.

Para recibir los frutos de este sacramento se requiere en el sujeto la previa reconciliación con Dios y con la Iglesia, al menos con el deseo, inseparablemente unido al arrepentimiento de los propios pecados y a la intención de confesarlos, cuando sea posible, en el sacramento de la Penitencia. Por esto la Iglesia prevé que, antes de la Unción, se administre al enfermo el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.

Aunque la Unción de enfermos puede administrarse a quien ha perdido ya los sentidos, hay que procurar que se reciba con conocimiento, para que el enfermo pueda disponerse mejor a recibir la gracia del sacramento. No debe administrarse a aquellos que permanecen obstinadamente impenitentes en pecado mortal manifiesto (cfr. CIC, can. 1007).

Si un enfermo que recibió la Unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave, recibir otra vez este sacramento; y, en el curso de la misma enfermedad, el sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava (cfr. CIC, can. 1004, 2).

Por último, conviene tener presente esta indicación de la Iglesia: «En la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, sufre una enfermedad grave o ha fallecido ya, adminístrese este sacramento» (CIC, can. 1005).

5. Necesidad de este sacramento
La recepción de la Unción de enfermos no es necesaria con necesidad de medio para la salvación, pero no se debe prescindir voluntariamente de este sacramento, si es posible recibirlo, porque sería tanto como rechazar un auxilio de gran eficacia para la salvación. Privar a un enfermo de esta ayuda, podría constituir un pecado grave.

6. Efectos de la Unción de enfermos
En cuanto verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, la Unción de los enfermos ofrece al fiel cristiano la gracia santificante; además, la gracia sacramental específica de la Unción de enfermos tiene como efectos:

— la unión más íntima con Cristo en su Pasión redentora, para su bien y el de toda la Iglesia (cfr. Catecismo, 1521-1522; 1532);

— el consuelo, la paz y el ánimo para vencer las dificultades y sufrimientos propios de la enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez (cfr. Catecismo, 1520; 1532);

— la curación de las reliquias del pecado y el perdón de los pecados veniales, así como de los mortales en caso de que el enfermo estuviera arrepentido pero no hubiera podido recibir el sacramento de la Penitencia (cfr. Catecismo , 1520);

— el restablecimiento de la salud corporal, si tal es la voluntad de Dios (cfr. Concilio de Florencia: DS 1325; Catecismo, 1520);

— la preparación para el paso a la vida eterna. En este sentido afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «Esta gracia [propia de la Unción de enfermos] es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación de desaliento y de angustia ante la muerte (cfr. Hb 2,15)» (Catecismo, 1520).

09 mayo 2021

VI Domingo de Pascua - 9 de mayo de 2021

«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado… Lo que os mando es que os améis los unos a los otros».

El amor, ¿es un mandamiento? ¿Se puede hacer del amor un mandamiento sin destruirlo? ¿Qué relación puede haber entre amor y deber, dado que uno representa la espontaneidad y el otro la obligación?
Hay que saber que existen dos tipos de mandamientos. Existe un mandamiento o una obligación que viene del exterior, y un mandamiento u obligación que viene de dentro y que nace de la cosa misma. La piedra que se lanza al aire, o la manzana que cae del árbol, está «obligada» a caer, no puede hacer otra cosa; no porque alguien se lo imponga, sino porque en ella hay una fuerza interior de gravedad que la atrae hacia el centro de la tierra.
De igual forma, hay dos grandes modos según los cuales el hombre puede ser inducido a hacer o no determinada cosa: por obligación  o por atracción. La ley y los mandamientos ordinarios le inducen del primer modo: con la amenaza del castigo; el amor le induce del segundo modo: por atracción, por un impulso interior. Cada uno, en efecto, es atraído por lo que ama, sin que sufra obligación alguna desde el exterior.
¿qué necesidad hay, de hacer del amor un mandamiento y un deber? ¿qué necesidad tiene el amor, que espontaneidad, impulso vital, de transformarse en un deber?

Un filósofo da una respuesta convincente: «Sólo cuando existe el deber de amar, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración». Quiere decir: el hombre que ama verdaderamente, quiere amar para siempre. El amor necesita tener como horizonte la eternidad; si no, no es más que una broma, un «amable malentendido» o un «peligroso pasatiempo». Por eso, cuanto más intensamente ama uno, más percibe con angustia el peligro que corre su amor, peligro que no viene de otros, sino de él mismo. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más. El deber sustrae el amor de la volubilidad y lo ancla a la eternidad. Quien ama es feliz de «deber» amar; le parece el mandamiento más bello y liberador del mundo.

2. Dios no tiene acepción de personas.
Dios nos hace acepción de personas en relación con su amor salvífico. Al enviarnos a su Hijo nos ha expresado un amor que no conoce los límites de raza, de carácter o dignidades civiles. Dios, el Buen Pastor de nuestras almas, desea que todas las ovejas entren en su redil. Al encarnarse el Hijo de Dios se ha unido de algún modo a todo hombre y lo ha invitado a la salvación. Éste es el descubrimiento que hace Pedro. La dignidad del hombre se revela en su vocación a la vida divina. "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (Gaudium et spes 19,1).

3. Dios tiene siempre la iniciativa en el camino de la salvación. Nos amó primero. En la segunda lectura san Juan repite en dos ocasiones: Dios envió a su Hijo. Dios envía a su Hijo único para redimirnos del pecado que nos tenía juzgados. El amor no consiste, pues, en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él ha querido amarnos a nosotros cuando estábamos en desgracia.
Al inicio del catecismo de la Iglesia Católica encontramos un texto admirable: "Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada" (Catecismo de la Iglesia Católica 1).

4. El amor de Dios se muestra en su Hijo Jesucristo. El evangelio nos muestra un momento de intimidad de Cristo con sus apóstoles: permaneced en mi amor. Es decir, permaneced en el amor del Padre que se expresa en el Hijo. Cristo es la revelación del amor del Padre. Él nos envía al mundo para cumplir una misión de salvación. Esta misión sólo la podremos cumplir si observamos el mandamiento principal: el amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado.

5. Saber esperar en la providencia de Dios. El mundo nos hace dudar de la providencia de Dios. Por una parte, estamos acostumbrados a "asegurar" de algún modo el futuro. No nos gusta dejar nada en manos de otro, ni siquiera de Dios. Nos cuesta confiarnos a sus designios amorosos. Los grandes avances de la ciencia y de la tecnología han ampliado, casi sin límites, el deseo de dominar y tenerlo bajo estricto control. Todo se debe programar y nada puede quedar al arbitrio de alguna fuerza que no sea la del hombre. Estamos invitados a renovar nuestra fe en Cristo muerto y resucitado que vence el pecado y vence el mal y nos muestra el amor del Padre y nos incorpora a su amor: como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los otros.
Jesús nos pide un abandono filial en la providencia de del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos. Aquel que nos dio a su Hijo, ¿qué no nos dará si se lo pedimos correctamente? Se trata de saber que Dios es amor y que, por lo tanto, cuanto viene de Dios es amor.

6. Saber amar a nuestros hermanos en la realidad concreta de la vida. Para amar a nuestros hermanos debemos practicar la pureza de corazón, significa estar desprendido del amor desordenado de sí mismo. La falta de pureza de corazón es la que me lleva a pensar en mí, olvidándome de las necesidades de mis hermanos; la impureza de corazón hace surgir los celos, las envidias, los rencores, los afectos desordenados. ¡Cuánto mal se esconde detrás de esta impureza de corazón!
Por el contrario, el que es puro de corazón ama con un corazón desprendido. Sabe negarse a sí mismo. No tiene acepción de personas. A todos trata con respeto y dignidad. Es universal en su amor y en su entrega a los demás. La pureza de corazón no conoce los afectos desordenados, desconoce la envidia y el egoísmo a ultranza. Los puros de corazón, según la bienaventuranza, "verán a Dios" ¡Qué premio! Ver a Dios ya en esta vida manteniendo el corazón desprendido.

02 mayo 2021

V Domingo de Pascua - 2 de mayo de 2021

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».

Jesús expone dos casos. El primero, negativo: el sarmiento está seco, no da fruto, así que es cortado y quemado; el segundo, positivo: el sarmiento está aún vivo y sano, por lo que es podado. Ya este contraste nos dice que la poda no es un acto malo hacia el sarmiento. El viñador espera todavía mucho de él, sabe que puede dar frutos, tiene confianza en él. Lo mismo ocurre en el plano espiritual. Cuando Dios interviene en nuestra vida, no está enfadado con nosotros. Justamente lo contrario.

Pero ¿por qué el viñador poda el sarmiento y hace «llorar», como se suele decir, a la vid? Por un motivo muy sencillo: si no es podada, la fuerza de la vid se desperdicia, dará tal vez más racimos de lo debido, con la consecuencia de que no todos maduren y de que descienda la graduación del vino. Si permanece mucho tiempo sin ser podada, la vid hasta se asilvestra y produce sólo pámpanos y uva silvestre.

Lo mismo ocurre en nuestra vida. Vivir es elegir, y elegir es renunciar. La persona que en la vida quiere hacer demasiadas cosas, o cultiva una infinidad de intereses y de aficiones, se dispersa; no sobresaldrá en nada. Hay que tener el valor de hacer elecciones, de dejar aparte algunos intereses secundarios para concentrarse en otros primarios. ¡Podar!

Esto es aún más verdadero en la vida espiritual. La santidad se parece a la escultura. Leonardo da Vinci definió la escultura como «el arte de quitar». Las otras artes consisten en poner algo: color en el lienzo en la pintura, piedra sobre piedra en la arquitectura, nota tras nota en la música. Sólo la escultura consiste en quitar: quitar los pedazos de mármol que están de más para que surja la figura que se tiene en la mente. También la perfección cristiana se obtiene así, quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, esto es, los deseos, ambiciones, proyectos y tendencias que nos dispersan por todas partes y no nos dejan acabar nada.

Un día, Miguel Ángel, paseando por un jardín de Florencia, vio, en una esquina, un bloque de mármol que asomaba desde debajo de la tierra, medio cubierto de hierba y barro. Se paró en seco, como si hubiera visto a alguien, y dirigiéndose a los amigos que estaban con él exclamó: «En ese bloque de mármol está encerrado un ángel; debo sacarlo fuera». Y armado de cincel empezó a trabajar aquel bloque hasta que surgió la figura de un bello ángel.

También Dios nos mira y nos ve así: como bloques de piedra aún informes, y dice para sí: «Ahí dentro está escondida una criatura nueva y bella que espera salir a la luz; más aún, está escondida la imagen de mi propio Hijo Jesucristo [nosotros estamos destinados a «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29. Ndt)]; ¡quiero sacarla fuera!». ¿Entonces qué hace? Toma el cincel, que es la cruz, y comienza a trabajarnos; toma las tijeras de podar y empieza a hacerlo. Normalmente Él no añade nada a lo que la vida, por sí sola, presenta de sufrimiento, fatiga, tribulaciones; sólo hace que todas estas cosas sirvan para nuestra purificación. Nos ayuda a no desperdiciarlas.

1. La unidad. El sarmiento es una prolongación de la vid. De ella viene la savia que lo alimenta, la humedad del suelo y todo aquello que él transforma después en uva bajo los rayos estivales del sol; si no es alimentado por la vid, no puede producir nada: ni un racimo de uva, nada de nada. Es la misma verdad que san Pablo expresa con la imagen del cuerpo y de los miembros: Cristo es la Cabeza de un cuerpo que es la Iglesia, de la cual cada cristiano es un miembro (cfr. Rom. 12,4; 1 Cor. 12,12). También el miembro, si está separado del cuerpo, no puede hacer nada. ¿contrasta esto con nuestro sentido de autonomía y de libertad? ¡Entre la vid y el sarmiento hay en común el Espíritu Santo!

2. ¿Cuál es entonces nuestra misión de sarmientos? Juan tiene un verbo para expresarlo: «permanecer» (se entiende, unidos a la vida que es Cristo): Permanecer en mí y yo en vosotros; Si no permanecen en mí …; Quien permanece en mí… Permanecer unidos a la vid y permanecer en Cristo Jesús significa ante todo no abandonar las tareas asumidas en el Bautismo, no ir al país lejano como el hijo pródigo, que uno puede separarse de Cristo, omisión tras omisión, compromiso tras compromiso, dejando primero la comunión, después la misas, después la oración y al final todo.

Permanecer en Cristo significa también algo positivo y es permanecer en su amor (Jn. 15,9). En el amor, se entiende que él tiene por nosotros más que en el amor que nosotros tenemos por él. Significa por tanto permitirle que nos ame, que nos haga pasar su «savia» que es su Espíritu evitando poner entre él y nosotros la barrera insuperable de la autosuficiencia, de la indiferencia y del pecado.

Jesús insiste en la urgencia de permanecer en él haciéndonos ver las consecuencias fatales del separarse de él. El sarmiento que no permanece unido se seca, no lleva fruto, es cortado y arrojado al fuego. No sirve para nada porque la madera de la vid – a diferencia de otras maderas que cortadas sirven para tantos fines- es una madera inútil para cualquier otro fin que no sea el de producir uva (cfr. Ez. 15,1). Uno puede tener una vida pujante externamente estar lleno de ideas y de salud, producir energía, negocios, hijos, y ser a los ojos de Dios, madera seca para ser echada al fuego apenas termina la estación de la vendimia.

Permanecer en Cristo entonces significa permanecer en su amor, en su ley; a veces significa permanecer en la cruz, «perseverar conmigo en la prueba» (cfr. Lc. 22,28). Pero no sólo permanecer , quedando en el estadio infantil del Bautismo, cuando el sarmiento apenas ha despuntado y se ha injertado; sino más bien crecer hacia la Cabeza (cfr. Ef. 4,15), llegar a ser adulto en la fe, es decir, llevar frutos de buenas obras.

Para un tal crecimiento hay que ser podado y dejarse podar: Todo sarmiento que lleva fruto (mi Padre) lo poda para que lleve más fruto (Jn. 15,2). ¿Qué significa que lo poda?. El campesino es muy atento cuando la vid se carga de uva para descubrir y cortar las ramas secas o superfluas para que no comprometan la maduración de todo el resto. Es una gracia grande saber reconocer, en el tiempo de la poda, la mano del Padre y no maldecir ni reaccionar desordenadamente cuando como víctimas perseguidas por no se sabe qué mala suerte.

La palabra de Cristo sobre la vid y los sarmientos adquiere un significado nuevo ahora que pasamos a la parte eucarística y sacrificial de nuestra misa. Estamos por consagrar el vino exprimido de aquella «verdadera vid» en el lagar de la pasión. Nosotros consagramos el «fruto de la vid», pero consagramos también el fruto «de nuestro trabajo», es decir, del sarmiento. Dios nos restituye como bebida de salvación lo que le hemos ofrecido bajo el símbolo del vino.