31 enero 2021

IV Domingo del Tiempo Ordinario – 31/01/2021

1. Un nuevo modo de enseñar con autoridad

Así es percibido Jesús por el pueblo. Y así el pueblo lo ensalza en contraposición con los letrados. A Jesús se atribuye la “autoridad”, y se niega a los letrados. Su enseñanza se califica como «nueva»; esto implica que la de los letrados es vista como «antigua». Jesús, sin “autorización legal” para enseñar lo realiza y con autoridad, en favor de los que sufren y los marginados; los que tienen autoridad legal para enseñar sólo realizan, en cambio, una práctica ideológica y estéril para la vida del pueblo.

En definitiva, lo que le llamaba la atención a la gente es que les hablaba de Dios de una manera muy cercana, tan cercana que hasta la gente más sencilla lo podía entender. Dios estaba al alcance de la mano. Dios estaba en la vida cotidiana, entre las personas, preocupado y ocupado de nuestras cosas, de nuestras alegrías y de nuestros problemas, y no allá en el cielo, distante y lejano, solo accesible para los que tenían estudios y podían leer y profundizar la Palabra de Dios. Jesús estaba acercando la Buena Noticia del evangelio a la gente más sencilla, a los más pobres. Y la gente lo entendía y lo acogía con alegría.

Jesús quiere acercar a Dios a las personas sencillas

Por eso usa un lenguaje sencillo, usa parábolas, para que la gente más humilde le pueda entender y puedan reconocer que en Él está Dios. Un Dios que viene a decirles que está de su parte, que ama a todas las personas, porque todos somos sus hijos, pero especialmente a los más pobres y desfavorecidos. Que no quiere más injusticias, ni más abusos hacia los pobres. Y que ha enviado a su hijo Jesús como el Mesías esperado, para que anuncie el Reino de Dios y la Buena Noticia. Jesús es esa Buena Noticia de parte de Dios.

En la sinagoga se interpreta con precisión y rigor la ley, pero el endemoniado sigue dominado por su enfermedad y aplastado por su misma sensación de desamparo y dependencia. Hasta que llega Je­sús. Después de enseñar, toca actuar. Jesús pasa a la acción que es como mejor se aprende. Si Jesús ha dicho que Dios está cerca de los más desfavorecidos, allí hay una persona atrapada, esclavizada, impedida, atemorizada, marginada por su propia gente.

Su práctica revoluciona el ambiente. Los letrados callan, pero la gente sabe discernir. Jesús libera y sana, enseña con autoridad, no como los letrados. Esto es nuevo, una buena noticia, y causa asom­bro en el pueblo. Pero quienes se sienten desenmascarados y despo­seídos de su poder por su práctica, callan o gritan, no disciernen, se evaden de la conversión. Y no aceptan los signos del Reino.

Para aquel hombre, el encuentro con Jesús fue una Buena Noticia, porque salió de allí como una persona nueva, libre, con posibilidad de hacer de nuevo una vida normal y reincorporarse a su familia, a la vida social y laboral, y también a la vida religiosa. Seguramente, no pasaría ni un día en adelante en que no diera testimonio a sus paisanos de lo que Jesús había hecho con él. Por eso dice también el evangelio que la fama de Jesús se extendió por toda la comarca.

¿Qué nos quiere decir el Señor con todo esto?

Que el mensaje de Jesús es una Buena Noticia y que hay que vivirla como tal. Que no tengamos miedo de acercarnos a su Palabra y dejarnos transformar por ella, como a aquel hombre le pasó. Y que hagamos de nuestra vida un gran testimonio, un gran mensaje para todas las personas, de lo mucho y lo bueno que hace Dios con cada uno de nosotros. La fe es para vivirla con alegría, con esperanza y con gozo. Y la Eucaristía es el momento donde compartimos todo eso, como hermanos, como hijos todos de un mismo Padre que nos quiere. Vivámoslo así.

 2. “Globalización de la indiferencia”

    El Papa Francisco se ha referido en múltiples ocasiones a una actitud que, desde hace años, ha venido desarrollándose y creciendo en las sociedades desarrolladas: ya sea ante los grandes problemas y dramas de la humanidad o ante los hechos más cotidianos, pasando por nuestras relaciones humanas, temas laborales o sociales... Si lo pensamos, son muchas las ocasiones que se nos presentan en las que, de modo más o menos consciente, nos preguntamos: “¿Qué tengo que ver yo con esto?” Y, salvo que nos afecte directamente, optamos por no implicamos y cada vez nos vamos volviendo más insensibles a todo . 

Una desilusión que brota de haber comprobado que implicarnos en algunos temas en los que personal o directamente no tenemos nada que ver ha supuesto para nosotros mucho trabajo, complicaciones, a menudo también nos ha acarreado serios problemas… sin que realmente se haya obtenido ningún logro ni avance significativo. Por eso acabamos desilusionándonos, renunciamos a asumir nuevos compromisos, y cada vez nos vamos volviendo más indiferentes e insensibles.

La indiferencia afecta también a nuestra vida de fe. En el Evangelio hemos escuchado que un hombre que tenía un espíritu inmundo se puso a gritar: ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? Hoy se nos invita a hacernos también esta pregunta, porque es innegable que la mayoría de la gente no tiene mucho que ver con Jesús: la religión se considera algo arcaico, propio de épocas pasadas o de personas crédulas y en la práctica se vive como si Dios no existiera.

También muchos que se autocalifican como cristianos en realidad no tienen mucho que ver con Jesús: han asumido unas creencias heredadas, se limitan a prácticas religiosas esporádicas… pero como no han profundizado en su fe, ésta no es el motor y la guía de sus vidas.

Incluso quienes procuramos tomarnos en serio nuestra fe también nos debemos plantear qué tenemos que ver nosotros con Jesús, porque también nos podemos sentir desilusionados. Unas veces porque, después de tantos años procurando seguir con fidelidad al Señor, con todo el esfuerzo y renuncia que eso supone, sentimos que no progresamos; otras veces, porque los compromisos que hemos ido asumiendo en la parroquia, en la base… tampoco nos hacen experimentar que se está avanzando, más bien todo lo contrario; y otras veces, como ocurre en este largo tiempo de pandemia, nos parece que la oración cae en el vacío, porque llevamos ya casi un año y no se ve el final del túnel, y la carga de sufrimiento es cada vez mayor.

Así que, desilusionados, acabamos preguntándonos: ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? Y nos vamos volviendo cada vez más indiferentes y fríos.

Es comprensible que en muchos aspectos de nuestra vida vayamos cayendo en ese sentimiento de indiferencia y frialdad, “se nos ha endurecido el corazón” porque cada vez somos más individualistas, debemos ocuparnos de los asuntos del Señor, como decía la 2ª lectura. Recordemos también lo que dijo el Papa Francisco al inicio de la pandemia: no cabe la globalización de la indiferencia porque todos “estamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. No podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos”. (27 de marzo de 2020)

Y en lo que se refiere a la fe, también es necesario y positivo que, si nos sentimos indiferentes, desilusionados y fríos, nos preguntemos: ¿Qué tenemos que ver nosotros con Jesús? ¿Le tenemos realmente en cuenta en nuestra vida, o es algo accesorio? ¿Creemos en su autoridad, como hacían sus oyentes, o en realidad no nos fiamos de su Palabra? ¿Nos hemos “acostumbrado” a Él, hemos caído en la rutina en la oración y en la Eucaristía? ¿Ya no nos provoca asombro la enseñanza de Jesús, el Evangelio, hemos abandonado la formación cristiana?

Respondámonos con sinceridad a estas preguntas, para no caer en la indiferencia y la desilusión, recordando qué tenemos que ver nosotros con Jesús, que lo es todo: es nuestra vida (cfr. Flp 1, 21).

24 enero 2021

III Domingo del Tiempo Ordinario – 24/01/2021

1. «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». Debemos eliminar los prejuicios.

·       Primero: la conversión no se refiere sólo a los no creyentes, o a aquellos que se declaran «laicos»; todos indistintamente tenemos necesidad de convertirnos; 

·       Segundo: la conversión, entendida en sentido genuinamente evangélico, no es sinónimo de renuncia, esfuerzo y tristeza, sino de libertad y de alegría; no es un estado regresivo, sino progresivo. 

Antes de Jesús, convertirse significaba siempre un «volver atrás» Indicaba el acto de quien, en cierto punto de la vida, se daba cuenta de estar «fuera del camino»; entonces se detiene, hace un replanteamiento; decide cambiar de actitud y regresar a la observancia de la ley y volver a entrara en la alianza con Dios. Hace un verdadero cambio de sentido, un «giro en U». La conversión, en este caso, tienen un significado moral; consiste en cambiar las costumbres, en reformar la propia vida. 

En labios de Jesús este significado cambia. Convertirse ya no quiere decir volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino, aferrar la salvación que ha venido a los hombres gratuitamente, por libre y soberana iniciativa de Dios. 

Conversión y salvación se han intercambiado de lugar. Ya no está, como lo primero, la conversión por parte del hombre y por lo tanto la salvación como recompensa de parte de Dios; sino que está primero la salvación, como ofrecimiento generoso y gratuito de Dios, y después la conversión como respuesta del hombre. En esto consiste el «alegre anuncio», el carácter gozoso de la conversión evangélica. Dios no espera que el hombre dé el primer paso, que cambie de vida, que haga obras buenas, casi que la salvación sea la recompensa debida a sus esfuerzos. No; antes está la gracia, la iniciativa de Dios. En esto, el cristianismo se distingue de cualquier otra religión: no empieza predicando el deber, sino el don; no comienza con la ley, sino con la gracia. 

«Convertíos y creed»: esta frase no significa por lo tanto dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡Convertíos, esto es, creed! ¡Convertíos creyendo! La fe es la puerta por la que se entra en el Reino. Si se hubiera dicho: la puerta es la inocencia, la puerta es la observancia exacta de todos los mandamientos, la puerta es la paciencia, la pureza, uno podría decir: no es para mí; yo no soy inocente, carezco de tal o cual virtud. Pero se te dice: la puerta es la fe. A nadie le es imposible creer, porque Dios nos ha creado libres e inteligentes precisamente para hacernos posible el acto de fe en Él. 

La fe tiene distintas caras: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza. En nuestro caso se trata de una fe-apropiación. O sea, de un acto por el que uno se apropia, casi por prepotencia, de algo. San Bernardo hasta utiliza el verbo usurpar: «¡Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo lo usurpo del costado de Cristo!». 

«¡Convertíos!» no es, como se ve, una amenaza, una cosa que ponga triste y obligue a caminar con la cabeza agachada y por ello a tardar lo más posible. Al contrario, es una oferta increíble, una invitación a la libertad y a la alegría. Es la «buena noticia» de Jesús a los hombres de todos los tiempos.

2. El segundo tema es la vocación. Sobre la vocación del hombre por parte de Dios habla también la primera lectura: “Levántate y vete a Nínive, la gran capital y pregona allí el pregón que te diré” (Jo 3,2). Jonás se levantó y se fue... 

La lectura del Evangelio recuerda la llamada de los primeros Apóstoles. En los dos casos allí citados se trata de dos hermanos: primero de Simón (denominado después Pedro) y de su hermano Andrés; luego de Santiago, hijo de Zebedeo, y de su hermano Juan. Cristo llamó a los dos primeros en la ribera del mar de Galilea cuando, al ser pescadores, “estaban echando el copo en el lago” (Mc 1,17). A los otros los llamó cuando, junto al mismo mar, “estaban en la barca repasando las redes” (Mc 1,19). Y también ellos, “dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él” (Mc 1,20). 

Como se ve, la vocación significa llamada del hombre por parte de Dios. Dios llama al cumplimiento de tareas que asigna al hombre y, al llamarlo, le manda tener confianza de que llegará a realizar su misión. Así fue precisamente en el caso de Jonás, que incluso quería huir de la llamada de Dios, juzgando que era superior a sus fuerzas. Los hijos de Jonás y de Zebedeo, llamados junto al mar de Galilea, siguieron muy gustosamente a Cristo. Sin embargo, es sabido que, en el camino de su vocación apostólica, les esperaban diversas pruebas a cada uno de ellos. Al tema de la vocación se refieren también las palabras del Salmo (25/24,4-5) “Señor enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas

Precisamente: la esperanza: Si Dios pone ante nosotros la misión, también nos da la gracia. Estos dos momentos –el momento de la conversión y el de la vocación– tiene una importancia determinada en la vida de cada uno de los cristianos. Se puede decir que en ellos se desarrolla toda la economía salvífica de Dios en relación con el hombre, y en el ámbito de esta economía divina del hombre madura desde dentro. 

Esta maduración presupone el alejamiento del mal, la ruptura con el pecado, la extirpación de las malas disposiciones, la lucha, a veces dura, con las ocasiones de pecado, la superación de las pasiones: todo el gran trabajo interior, gracias al cual, el hombre se aleja de todo lo que en él se opone a Dios y a su voluntad, y se acerca a la santidad cuya plenitud es Dios mismo. 

La conversión es un movimiento bipolar: el hombre se aparta del mal para orientarse hacia Dios. Y por esto en el camino de la conversión se encuentra la vocación. A medida que el hombre se dirige hacia Dios, encuentra la función que Dios le asigna en la vida. Esto se puede expresar todavía mejor: a medida que el hombre se dirige hacia Dios, descubre que su vida es una misión que Dios le ha asignado. Y la aceptación de esta misión significa una prueba de amor a Dios y a los hombres. Así el hombre “se convierte” de modo nuevo en el que “es”. 

Pienso que cada uno se encuentra en un momento de conversión, conocido sólo por él y por Dios mismo. ¿Alguno está aún muy lejano de Dios a causa de sus pecados? ¿Es tal vez el mundo quien le quita la visión de Dios? ¿Acaso no se deja ver en él la primera conversión?... Luego pienso que cada uno tiene aquí una vocación, aun cuando quizá alguno no sea consciente de tenerla. No sabe que todo lo que llena su vida, si es lícito en sí mismo, puede ser, más aún, es precisamente la misión que le ha asignado Dios.  

¡Solo Dios no pasa! Y por esto tiene la vida un valor estable, en la medida en que nos alejamos del mal y nos acercamos a Él mismo por el camino de la conversión. Y tiene un valor estable la vida, en la medida en que aceptamos la misión que Él nos asigna y la cumplimos.

17 enero 2021

II Domingo del Tiempo Ordinario – 17/01/2021

1. Pregunta de Jesús a los discípulos

Los discípulos de Juan se interesan por Jesús, y él les pregunta, ¿qué buscáis? Ellos responden diciendo que quieren saber de él, empezando por saber dónde reside, donde le pueden encontrar para hablar con él. Venid y veréis. Fueron y se quedaron un día, y luego toda la vida, con él. Él acabó dando sentido a su vida. ¿Qué les dijo? ¿Qué les entusiasmó de la persona de Jesús? ¿Qué vieron?

2. Buscadores

A Cristo le oirían decir después en su catequesis, “buscad y hallaréis”. Dicen que, existe hoy una generación llamada la de los “seekers”, “buscadores”, que lo que buscan es una religión. Se busca, una verdad que dé sentido a la vida, que satisfaga, que libere de la insatisfacción de las pequeñas verdades, de las pequeñas y vacías satisfacciones; sobre todo se buscar a alguien en quien confiar, que sea referencia de su vida.

Pensemos si notamos que crecemos en nuestra fe, si experimentamos que el Señor está con nosotros, o somos todavía “niños” en la fe.

Pensemos también en cómo vivimos nuestro discipulado, si tenemos la actitud de búsqueda de Andrés y Juan, si nos interesa conocer mejor al Señor (¿dónde vives?) o nos limitamos a “cumplir”.

Ellos fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Pensemos si tenemos disponibilidad para acudir a convocatorias, encuentros, retiros, celebraciones, oraciones, reuniones… Si “nos quedamos con el Señor”, sin prisa, o bien “nunca tenemos tiempo” para Él.

Pedro, tras encontrarse con Cristo, recibe un nuevo nombre. ¿El encuentro con Cristo me ha cambiado sustancialmente, o en realidad sigo siendo el mismo? El nombre también nos identifica frente a otros. ¿Mi fe cristiana “me identifica”, doy buen testimonio, “se me nota” la fe en Cristo?

3.- Saber distinguir quién nos llama entre tantas voces y ecos

Nuestra generación no puede menos de sentir, como Samuel, primera lectura, una voz que le llama, que le saca del sueño: del sueño del tener, del sueño del placer inmediato corporal, -segunda lectura – y que ofrece algo distinto. Es fácil confundir la voz con los ecos, y no descubrir, de inmediato quién nos llama – primera lectura –; no percibir quién nos dice “venid y veréis”. Hace falta atención continuada reiterada. Despertar del sueño, de estar narcotizados por las llamadas para satisfacer ansias de poder, de placer, de tener...

¿Tengo personas en mi entorno cercano que se han encontrado con Cristo? ¿Alguien me ha invitado alguna vez a participar en alguna celebración, reunión, encuentro…, en la parroquia o en la diócesis?¿pregunto a sacerdotes o personas consagradas cómo reconocer la voz de Dios, que me llama? En el caso de Andrés y Juan, es el Bautista quien les señala a Jesús, que pasaba: ¿presto atención a quienes me indican por dónde pasa Jesús hoy?

4.- Quedarse con Jesús

Jesús sigue preguntándonos, ¿qué buscáis? Y sigue ofreciéndose como respuesta: venid y veréis. Porque somos llamados a seguirle. Esa es nuestra vocación de cristianos. Lo que da sentido a nuestro vivir. Para ello escuchamos, meditamos la Palabra de Dios. Dejamos que nos interrogue. Percibimos en ella que alguien nos llama, a conocerle mejor, pasar tiempo con él, a seguirle. ¿Es para nosotros una satisfacción responder positivamente a su invitación?  En definitiva, ¿la convivencia, el sentir con Jesús es nuestro objetivo existencial, que da sentido a otros proyectos, a otros objetivos? Venid y veréis; fueron, vieron, ... y se quedaron con Jesús.

5.- Identidad del cristiano:

Pero este inicio del Evangelio también plantea algunos rasgos de la identidad del discípulo, del cristiano o de la cristiana y, concretamente, del apóstol:

  • en primer lugar, la actitud de Juan Bautista es la del testigo: él no es el protagonista, no es “la luz” (1 ,6-7); él señala, indica a quién hay que “mirar” (36); el testigo se desprende de sus propios discípulos que, a partir de ahora, seguirán al único “maestro” (38) y vivirán con Él (39);

  • el discípulo, el seguidor de Jesús (el cristiano) es quien “escucha” el anuncio-Palabra (37) y “sigue a Jesús” (37) y “busca” (38) y se abre al “Maestro” (38) y va y vive con Él (39) y eso hace que conozca más al “maestro” y pueda decir de él algo más -es el “Mesías” (41 )-;
  • el discípulo se convierte en apóstol: lo comunica a los demás, a los que encuentra en el propio ambiente (40-41), y lo hace implicándolos activamente, “llevándolos a Jesús” (42) -Jesús lo había hecho con ellos: “venid y lo veréis” (39)- de modo que se hagan discípulos de Él;
  • en definitiva, quien sigue a Jesús de veras recibe una nueva identidad, representada aquí en el cambio de nombre -“Cefás” o “Pedro” (42)-, manera bíblica de expresar que Dios da una misión. 

10 enero 2021

10/01/2021 - Bautismo del Señor

Descubrir el propio Bautismo cuando recordamos el Bautismo de Jesús en el Jordán.
«“Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”»

En la Epifanía Cristo estaba en brazos de su madre; el domingo siguiente, nos encontramos con un hombre de de 30 años, confundido entre la muchedumbre que se agolpa sobre la orilla del Jordán donde Juan Bautista está bautizando.

Jesús viene a solicitar su bautismo junto con los pecadores, como alguien que espera su turno ante un confesionario lleno de penitentes. Pero misterio más grande es el que la liturgia y el evangelio dejan de narrar: esos treinta años de silencio en los que Jesús manifestó su condición humana haciéndose en todo semejante a los hombres menos en el pecado (Fil. 2,7; Hebr. 4,15). También esto es evangelio: evangelio del silencio. Ese vacío de 30 años deben enseñamos precisamente esto: en Nazaret, Jesús vivió lo cotidiano de la vida.

1.Realidades del bautismo cristiano: la remisión de los pecados, el don del Espíritu, la filiación divina y la misión profética a ser instrumentos de salvación para los demás.

Reflexionemos de la misión profética. Con el bautismo, el cristiano entra a tomar parte de la misión profética de Jesús y del pueblo mesiánico fundado por él. El mismo nombre de “cristiano”, con el cual desde ese día tiene el derecho de llamarse, significa “ungido” o consagrado, junto con Cristo. Isaías dice en la primera lectura en qué consiste tal unción recibida de Jesús: Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones... (Is. 61, 1).

Jesús es, por tanto, consagrado a un servicio para todos los hombres: un servicio de salvación, de liberación, de justicia. Y nosotros por nuestro Bautismo, recibimos la misma tarea: éste nos ha consagrado a un servicio de salvación para los demás, especialmente para los pobres, los afligidos... Entonces, no un privilegio, es una tarea, debemos dar testimonio del amor de Dios y comunicar el mensaje de la Navidad: “Dios está con nosotros”

¿Jesús, tenía necesidad de ser bautizado como nosotros? Ciertamente, no. Él quiso mostrar con aquel gesto que se había hecho uno como nosotros en todo. Sobre todo, quería poner término al bautismo «de agua» e inaugurar el «del Espíritu». En el Jordán no fue el agua la que santificó a Jesús, sino que Jesús santificó el agua. No sólo el agua del Jordán, sino la de todos los baptisterios del mundo.

2.- Rito del bautismo. Sacramento.

Como todo sacramento, el bautismo está hecho de dos cosas: de gestos y de palabras. Asemeja a una representación, a un teatro. La diferencia está en que en el teatro el acontecimiento está representado, en el sacramento está renovado. Podemos decir que también en el sacramento el acontecimiento está representado, siempre que entendamos el verbo en el sentido fuerte de que está hecho presente. El sacramento, se dice en teología, «causa lo que significa». Recorramos los momentos principales del rito.

  •     Imposición del nombre.«¿Qué nombre habéis elegido para vuestro hijo?» En este momento, viene pronunciado en público por vez primera el que será nuestro nombre para la eternidad. La Biblia nos asegura que también Dios nos conoce y nos llama por el nombre (cfr. Isaías 43, 1).
  •     La renuncia a Satanás y la profesión de fe.
  •     El agua: el agua del Jordán/el agua que brotó del costado de Cristo. El celebrante pide a los padres que se acerquen a la fuente, toma entre los brazos al niño o a la niña y, llamándole por su nombre, por tres veces lo sumerge en el agua, pronunciando las sencillas y solemnes palabras señaladas por Jesús mismo en el Evangelio: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Aquí se ve cómo en los sacramentos es importante ver y oír. Hemos visto realizar un gesto y hemos oído pronunciar algunas palabras. En esto está la clave para entender el significado profundo del bautismo. Ante todo, el gesto. Por tres veces el niño se sumerge enteramente o sólo con la cabeza en el agua y por tres veces ha surgido. Esto simboliza a Jesucristo que durante tres días fue sepultado bajo tierra y al tercer día resucitó. San Pablo en efecto explica así el bautismo: «¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva».

3. Efectos del Bautismo.

En el actuar de Dios se nota siempre una desproporción entre los medios empleados y los resultados obtenidos. Los medios son sencillísimos (en el bautismo, un poco de agua junto con alguna palabra); los resultados, grandiosos. El bautizado es una criatura nueva, ha renacido del agua y del Espíritu; ha llegado a ser hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y templo vivo del Espíritu Santo. El Padre celestial pronuncia sobre cada niño o adulto, que sale de la fuente bautismal, las palabras que dijo sobre Jesús cuando salió de las aguas del Jordán: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto o mi hija predilecta: en ti me he complacido».

4. ¿Por qué bautizar a los niños siendo pequeños? ¿Por qué no esperar a que sean mayores y decidan ellos mismos libremente? El mundo y el maligno no esperan a que vuestros hijos tengan veinte años para inocularles las semillas del mal. Por otra parte, queriendo ser coherentes, con este paso sería necesario no enseñarles a los niños ninguna lengua, no darles educación alguna, ni inculcarles principio alguno, dejando que un día decidan por sí mismo cuál adoptar. Pero, hay una razón mucho más seria que éstas. Cuando habéis procreado a vuestro hijo y le habéis dado vida, ¿quizás le habéis pedido primero su permiso? No era posible; pero, sabiendo que la vida es un don inmenso, habéis supuesto justamente que el niño un día os habría sido agradecido por ello. Acaso, ¿se le pide permiso a una persona antes de hacerle un regalo? ¿Qué regalo sería? Ahora bien, el bautismo es la vida divina que nos viene gratuitamente «donada» a nosotros. No es violar la libertad de los hijos; hacer, sí, que puedan recibir este don en el alba misma de la vida. Cierto, todo esto supone que los padres sean ellos mismos creyentes y quieran ayudar al niño a desarrollar el don de la fe. La Iglesia les reconoce a ellos una competencia decisiva en este campo. Por esto no quiere que un niño sea bautizado contra la voluntad de sus padres.

¿Qué finalidad puede haber tenido para adultos como nosotros el haber revisado los ritos de nuestro bautismo y escuchado su explicación? ¿Sólo una finalidad informativa? No, ciertamente. Ésta es la ocasión, si somos creyentes, para renovar y ratificar nuestro mismo bautismo. En el bautismo, otros han prometido por nosotros, se han hecho garantes. A la pregunta del sacerdote: «¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?», han respondido en nombre nuestro: «La fe»; a la pregunta: «¿Renuncias a Satanás?» han respondido: «Sí, renuncio»; ala pregunta: «¿Crees?» han respondido: «Creo»; a la pregunta: «¿Quieres ser bautizado?», han respondido, siempre en nombre nuestro: «Sí, quiero». Es necesario que, una vez en la vida, nosotros decidamos por sí solos, en libertad, qué responder a todas estas preguntas. Sólo entonces nuestro bautismo viene «liberado» y puede expresar toda su fuerza. Sólo entonces viene como «descongelado» y nosotros, de cristianos nominales, llegamos a ser cristianos reales, maduros. 

06 enero 2021

06/01/2021 - Epifanía del Señor

«¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2, 2).

Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una estrella y queremos adorar.

Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos. No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad.

Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste. Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón.

La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente. La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven, Señor Jesús».

Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre. Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado. La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos. La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera el Señor. Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.

Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ―que distaba muy pocos kilómetros de Belén―, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía. Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado. Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre la riqueza sin lograr ver más allá. Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655). Matas los niños en el cuerpo porque a ti el miedo te mata el corazón.

Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Y esto es importante, allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no necesariamente amado. Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad. Ídolos que solo prometen tristeza, esclavitud, miedo.

Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos hombres venidos de lejos. Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial. Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey desconocido ―pero deseado― no humilla, no esclaviza, no encierra. Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo queremos. O donde tantas veces lo negamos. Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados, abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia. Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén.

Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen. Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.

Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad. Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén, allí descubrieron la Gloria de Dios.

No basta saber dónde nació Jesús, como los escribas, si no alcanzamos ese dónde. No basta saber, como Herodes, que Jesús nació si no lo encontramos. Cuando su dónde se convierte en nuestro dónde, su cuándo en nuestro cuándo, su persona en nuestra vida, entonces las profecías se cumplen en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se convierte en Dios vivo para mí. Hoy, hermanos y hermanas, estamos invitados a imitar a los magos. Ellos no discuten, sino que caminan; no se quedan mirando, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen en el centro, sino que se postran ante él, que es el centro; no se empecinan en sus planes, sino que se muestran disponibles a tomar otros caminos. En sus gestos hay un contacto estrecho con el Señor, una apertura radical a él, una implicación total con él. Con él utilizan el lenguaje del amor, la misma lengua que Jesús ya habla, siendo todavía un infante. De hecho, los magos van al Señor no para recibir, sino para dar. Preguntémonos: ¿Hemos llevado algún presente a Jesús para su fiesta en Navidad, o nos hemos intercambiado regalos solo entre nosotros?

Si hemos ido al Señor con las manos vacías, hoy lo podemos remediar. El evangelio nos muestra, por así decirlo, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y mirra. El oro, considerado el elemento más precioso, nos recuerda que a Dios hay que darle siempre el primer lugar. Se le adora. Pero para hacerlo es necesario que nosotros mismos cedamos el primer puesto, no considerándonos autosuficientes sino necesitados. Luego está el incienso, que simboliza la relación con el Señor, la oración, que como un perfume sube hasta Dios (cf. Sal 141,2). Pero, así como el incienso necesita quemarse para perfumar, la oración necesita también “quemar” un poco de tiempo, gastarlo para el Señor. Y hacerlo de verdad, no solo con palabras. A propósito de hechos, ahí está la mirra, el ungüento que se usará para envolver con amor el cuerpo de Jesús bajado de la cruz (cf. Jn 19,39). El Señor agradece que nos hagamos cargo de los cuerpos probados por el sufrimiento, de su carne más débil, del que se ha quedado atrás, de quien solo puede recibir sin dar nada material a cambio. La gratuidad, la misericordia hacia el que no puede restituir es preciosa a los ojos de Dios. La gratuidad es preciosa a los ojos de Dios. En este tiempo de Navidad que llega a su fin, no perdamos la ocasión de hacer un hermoso regalo a nuestro Rey, que vino por nosotros, no sobre los fastuosos escenarios del mundo, sino sobre la luminosa pobreza de Belén. Si lo hacemos así, su luz brillará sobre nosotros.

01 enero 2021

01/01/2021 - Año Nuevo

«Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (Lc 2,18). Admirarnos: a esto estamos llamados hoy, al final de la octava de Navidad, con la mirada puesta aún en el Niño que nos ha nacido, pobre de todo y rico de amor. Admiración: es la actitud que hemos de tener al comienzo del año, porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de empezar de nuevo, incluso en las peores situaciones.

Pero hoy es también un día para admirarse delante de la Madre de Dios: Dios es un niño pequeño en brazos de una mujer, que nutre a su Creador. La imagen que tenemos delante nos muestra a la Madre y al Niño tan unidos que parecen una sola cosa. Es el misterio de este día, que produce una admiración infinita: Dios se ha unido a la humanidad, para siempre. Dios y el hombre siempre juntos, esta es la buena noticia al inicio del año: Dios no es un señor distante que vive solitario en los cielos, sino el Amor encarnado, nacido como nosotros de una madre para ser hermano de cada uno, para estar cerca: el Dios de la cercanía. Está en el regazo de su madre, que es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la humanidad. Y nosotros entendemos mejor el amor divino, que es paterno y materno, como el de una madre que nunca deja de creer en los hijos y jamás los abandona. El Dios-con-nosotros nos ama independientemente de nuestros errores, de nuestros pecados, de cómo hagamos funcionar el mundo. Dios cree en la humanidad, donde resalta, primera e inigualable, su Madre.

Al comienzo del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: Madre que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un encuentro, no es una religión. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe. Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un hermoso museo del pasado. La “Iglesia museo”. La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella.

Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso ante todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida hacia nosotros nos dice: “Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre”.

Esta mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura, palabra que muchos quieren hoy borrar del diccionario. Cuando en la fe hay espacio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.

Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no rico de futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.

Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.

En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo… María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque permanece con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia; allí está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn 14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.

Entonces, en el camino de la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados consigo mismos e indiferentes a todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. La vida es así. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.

Dios no prescindió de la Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la compasión.

Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”. Digámoslo todos juntos a la Virgen: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”.